domingo, 8 de marzo de 2009
Carlos Marx: “necesito serias explicaciones sobre su posición económica…”
La vida es única para cada quien y se vive de acuerdo a su razón capital. Cuando la pareja encuentra la complementariedad que satisface sus exigencias vitales, se entiende que la vida va más allá del existir…
Paul Lafarge nace el 15 de enero de 1842 en Santiago de Cuba, expresión del mestizaje, propio del Caribe: su abuela paterna era mulata oriunda de Haití, la materna, indígena cubana; sus abuelos, Jean Lafargue y Abraham Armanagc, franceses. Paul, hijo de un terrateniente acomodado, obtuvo buena educación en su Cuba natal, la cual completó cuando la familia se traslada a Francia, oportunidad para culminar sus estudios de bachillerato en el tecnológico de Toulouse. Luego se va a París a estudiar medicina, donde se ocupa de su formación política, topándose con el positivismo de Comte, textos de Kant, Feuerbach, Darwin y los pensadores socialistas Fourier y Proudhon. Este último capta al joven y se hace miembro de la Sección Francesa de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), fundada en Londres en 1864.
En 1865 participa en Londres en la fundación de la I Internacional y conoce a Carlos Marx en el mitin de Saint-Martin´s Hall. Deportado de Francia por sus actividades proselitista, se radica en Londres donde frecuenta a Marx. Conoce a su hija Laura y entabla amores con ella. Relaciones que preocupan al futuro suegro y no tiene empacho en manifestar en una carta fechada el 13 de agosto de 1866 la cual dice: “si quiere continuar con las relaciones con mi hija (Laura) tendrá que reconsiderar su modo de “hacer la corte”. Usted sabe que no hay compromiso definitivo, que todo es provisional; incluso si ella fuera su prometida en toda regla, no debería olvidar que se trata de un asunto de larga duración. La intimidad excesiva esta, por ello, fuera de lugar si se tiene en cuenta que los novios tendrán que habitar en la misma ciudad durante un periodo necesariamente prolongado de rudas pruebas y purgatorio (…) A mi juicio, el amor verdadero se manifiesta en la reserva, la modestia e incluso la timidez del amante ante su ídolo, y no en la libertad de la pasión y las manifestaciones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija (…)
Antes de establecer definitivamente sus relaciones con Laura necesito serias explicaciones sobre su posición económica. Mi hija supone que estoy al corriente de sus asuntos. Se equivoca. No he puesto esta cuestión sobre el tapete porque, a mi juicio, la iniciativa debería haber sido de usted. Usted sabe que he sacrificado toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento, sin embargo. Si tuviera que recomenzar mi vida, obraría de la misma forma (…) Pero, en lo que esté en mis manos, quiero salvar a mi hija de los escollos con los que se ha encontrado su madre…”
A pesar de los exámenes del minucioso suegro, Laura Marx y Paul Lafarge se casaron el 2 de abril de 1868.
La pareja vive una vida signada por la pasión. El miércoles 29 de noviembre de 1911, Paul y Laura entraron en un cine de París para “matar el tiempo”. Hay una decisión tomada y la firmeza para el cumplimiento. Volverán a la cama, lugar de encuentros apasionados y desencuentros, tiempos en que defienden con ardor sus puntos de vistas. Nada impedía su felicidad.
Tras el cine y cuarenta años de matrimonio, la pareja visita la recurrente pastelería en la cual escogen sus preferencias y se trasladan a casa, una villa campestre en Draweel. Allí hacen un arqueo de sus vidas, recuerdan la carta del viejo Marx donde dice “Ese maldito de Lafargue me está atormentando con sus ideas y modales, y no va a dejarme en paz hasta que no le siente bien el puño en su cabeza de criollo.”
Marx poco comprendía las ideas de su seguidor Lafarge, quien intentaba licuar en una poción mágica el hedonismo con el marxismo: “El fin de la revolución –afirma en su libro “elogio a la pereza”- no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad, y demás embustes con que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectual y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse”… Nadie debería trabajar más de tres horas, “holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche. En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica”.
Aquel miércoles degustaron sus pastelitos, tomaron su té mezclado con veneno y se acostaron cubriéndose con el edredón. Al otro día, el jardinero y su mujer encontraron los cadáveres, junto con la siguiente nota:
“Sano de cuerpo y espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno detrás de otro los placeres y goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás. Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico. Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años.”
No tomo por sorpresa la noticia a sus camaradas. Durante la semana habían sido visitados para anunciar su decisión. Lo esperaban. Conocían de sus temperamentos. Los encontraron abrazados en un ambiente con fuerte olor a cianuro de potasio, dicen que así huelen las almendras amargas.
Quiero imaginar cuanto desearían poetas como Manuel del Cabral, José de Espronceda, Andrés Eloy Blanco o Jorge Manrique, poder interiorizar en el alma de nuestros personajes, percibir en su totalidad la intensidad del tiempo transcurrido entre la ingesta de la pócima y el nano segundo en que pierden la consciencia; y plasmar ese mundo en disolución, en metáforas elocuentes y poder entender tan sublime momentos…