lunes, 16 de junio de 2008

El "Buen Estado" de Cola di Rienzi

El "Buen Estado" de Cola di Rienzi
Isidro Toro Pampols
Junio, 2008

La Historia no deja de sorprendernos al darnos muestras, contundentes, de que el ser humano no tiene límites a la hora de optar por el poder. Un ejemplo fehaciente es la aventura sorprendente que tuvo por escenario la Roma de 1347, protagonizado por un personaje de origen humilde y jurista de formación, quien por arma contaba con sus habilidades y por aliados las circunstancias de una sociedad que transitaba velozmente hacia una nueva época, la que en sus desajustes daba pie a sucesos, como los protagonizados por Cola di Rienzo, que pudieran ser registrados y estudiados por la posteridad.
Son los tiempos del pontificado de Clemente VI (1342-52), Papa que despachaba desde Avignon, Francia (1), mientras en Roma se vivía una situación rayana en la anarquía. Este joven de origen humilde, nacido en 1313, animó una interesante sublevación que llama la atención por sustentarse en una remembranza de la Roma imperial, grande y poderosa, ofertando sacar a la ciudad eterna del estado de postración en que se encontraba. Bajo aquella lamentable situación, habiendo perdido inclusive la condición de ciudad sede pontificia y dejando de lado, largamente, su condición rutilante de centro del mundo conocido; por las constantes querellas entre las familias nobiliarias, el papado y bajo la amenaza de caer en manos extranjeras, Cola di Rienzo, con un discurso mesiánico, habiendo mantenido contacto con ordenes místicas como los joaquinistas (2) y los “fraticelli” (3), partidario del igualitarismo de Joachim de Fiore, adversario de la nobleza, buen conocedor de la historia de Roma y poseedor de un verbo y encanto personal; lidera una multitud apoyada principalmente por el “popolo” y la llamada “gentilezza”, los comerciantes y la pequeña aristocracia, que lo hacen del Gobierno Municipal de la ciudad, en 1347.
El 20 de junio del citado año Cola di Rienzi fue designado en el Capitolio, recibiendo posteriormente el título de tribuno, que le fue renovado unos meses más tarde con carácter vitalicio. El cronista G. Villani registra que "por aclamación fue elegido tribuno del pueblo e investido de la señoría en el Campidoglio".
Este hombre contó con la amistad de ese gigante del humanismo, como lo fue Petrarca, quien se transformó en uno de sus entusiastas admiradores. Rienzi en su juventud era invitado por las familias distinguidas de la ciudad con el fin de que hiciera gala de sus dotes de orador y de esta manera entretuviera a los asistentes con sus elocuentes palabras. Este personaje, que en sus parlamentos combinaba materias que exigían altísima atención por lo profundo del tema con expresiones humorísticas, desmontando de manera genial cualquier prevención que pudiera generarse. Este Cola di Rienzi, una tarde de Pentecostés, se dirigió con un ejército de conjurados al Capitolio y al son de trompetas, al más puro estilo de la Roma imperial, convocó una asamblea popular, la cual, tras haber escuchado el verbo encendido del agitador, conquistó para Roma un nuevo gobierno donde fue electo “Tribuno del Pueblo”, obligando a los que detentaban el gobierno abandonar la ciudad y a él, investirlo de poderes dictatoriales. Había ganado el pueblo, todo el poder para el pueblo, solamente podrían regresar aquellos expulsados bajo juramento que nada intentarían contra el régimen instaurado por el gobierno del pueblo.
Cola di Rienzo que conoce bien la fortaleza de la institución del Papado, además que Roma jamás alcanzaría el esplendor del pasado con la ausencia del Papa, se aparece en Avignón, formando parte de una embajada que viene a ofrecer a Clemente VI los cargos del Gobierno Municipal y a solicitar el jubileo para la ciudad en el próximo 1350, es decir, a cincuenta años de distancia del anterior; dejando embelesada a la corte cardenalicia con su encendida alabanza de la Roma clásica y la imputación de responsabilidad por la actual situación a la nobleza romana, -quienes se habían declarados enemigos del Papa, lo que significó oídos dulces por parte de la primera autoridad de la Iglesia, aunque la veteranía aconsejaba mantener cuidado ante la presencia de un firme candidato a ser calificado de demagogo.
Sus relaciones con la Iglesia eran buenas. Ejercía el cargo de notario de la Cámara Apostólica, así que fue bien recibido en la corte de Avignon. Decreta a Roma como “capital universal y sede suprema de la fe cristiana” e igualmente que todos los ciudadanos italianos son ciudadanos romanos. Recordemos que para la época la península estaba dividida en varios estados. Que entre ellos existían fuertes rivalidades e inclusive la presencia extranjera en la política italiana conformaba un ajedrez difícil de jugar por la cantidad de variables que se presentaban al mismo tiempo sobre el tablero. Pero, Rienzi avanzaba en su idea de devolver el esplendor imperial a Roma y, por consiguiente, él actuaba como un emperador. Así, organizó grandes cortejos, su numerosa escolta lo acompañaba con las espadas desenvainadas y algunos asistentes lanzaban dinero a la muchedumbre. Un populista en el umbral del Reancimiento.
La juramentación como tribuno del pueblo el día 15 de agosto en la iglesia de Santa María la Mayor de Roma, lució como una coronación imperial. Se le colocó una corona de oro, un cetro en la diestra y una esfera terrestre de plata en la izquierda. El historiador Dupré-Theseider calificó al citado acto de "caricatura fantástica de la coronación imperial".
Tras la coronación comenzaron los desmanes. En un banquete con los principales representantes de la nobleza romana que quedaban, uno de ellos llegó a desaprobar algún planteamiento de Rienzi; por tal osadía, fueron todos a parar a los calabozos, acusados de alta traición. Luego, los hizo “absolver” en una asamblea del pueblo. En más de una oportunidad los hacía presos y les daba la libertad a cambio del pago de multas o rescates.
Su resentimiento contra la nobleza romana no le permitía dar una tregua a sus acciones. De idéntica manera, las dos grandes familias que se disputaban el poder, los Orsinis y los Colonna, tampoco le dieron tregua. Afirma el cronista Villani que “algunos de los Orsini y los Colonna, así como otros de Roma, huyeron fuera de la ciudad a sus tierras y a sus castillos para escapar al furor del tribuno y del pueblo".
Rienzi complementa su devoción por el poder con medidas enérgicas contra viejos vicios y corruptelas que se acunaban en la sociedad romana. Como explican los historiadores M. Mollat y Ph. Wolff, "una mezcla de sinceridad e intriga, de violencia y seducción, de idealismo y pragmatismo, de rusticidad y cultura".
El Papado consintió las acciones emprendidas contra la nobleza romana, total “el enemigo de mi enemigo…”, pero su idea de crear un Estado italiano conlleva, entre otras acciones, apoyar la expulsión de la reina Juana de Nápoles, a cuyo efecto mantenía contactos con Luís de Hungría. Cosa que preocupo a la Iglesia. El Reino de Sicilia confrontaba una compleja situación bajo la reina Juana I, especialmente por el empeño de la Monarquía húngara, a través de Andrés, rey consorte, de ejercer una acción efectiva en el Reino. Esto acarreaba problemas a la diplomacia pontificia que se manejaba con gran habilidad entre las fuerzas imperantes en Italia y las potencias extranjeras que acechaban en el horizonte. El asesinato de Andrés, en septiembre de 1345, complicó la política napolitana. Finalmente, los húngaros intervinieron militarmente, expulsando a Juana de Nápoles quien se traslado a Avignon. A la desplazada reina se le achacaba la muerte de su esposo, lo que trajo un juicio que la declaró libre. Esto permitía a la Santa Sede actuar con el objeto de reducir la influencia húngara en el sur de Italia. Todo el panorama se complica con la presencia de la Casa de Aragón en Sicilia desde 1282, a raíz de la víspera siciliana – el acontecimiento histórico de la matanza de franceses en Sicilia que dio por finalizado la dominación de Carlos de Anjou en la isla, siendo sustituido por la Corona de Aragón—. Todo este enredo, culminó, momentáneamente, con el retorno de la reina Juana a Nápoles.
Esta actuación puso en alerta máxima al Papado, para quien el dictador visionario comenzaba a ser más problemático que beneficioso.
El Papa utilizó su mejor arma contra Rienzi: la excomunión. La excomunión autorizaba a cualquier habitante a atentar contra el dignatario. Este hecho, aunado a los constantes desmanes que tenían harta a la población de Roma, lo llevaron a perder el poder en diciembre de 1347.
Esta situación no amilanó a nuestro personaje, quien se refugió en la zona de Abruzzos. Entre los grupos de “fratricelli”, estudio las profecías de Joaquín de Fiore, compenetrándose con sus ideas e internalizando que su destino estaba signado por una misión divina la cual no era otra que resucitar el Imperio y renovar la Iglesia.
En la búsqueda de su destino, marcha a Praga en junio de 1350, con el fin de entrevistarse con Carlos IV. Este ordena detenerlo y lo envía a Avignon, donde se le apertura un proceso. Mientras se desarrolla el juicio, fallece Clemente VI y se produce una nueva rebelión en Roma contra las familias nobles, por lo que el sucesor de Clemente VI, Inocencio VI, consideró conveniente utilizar a Cola di Rienzi en la escena política romana.
En agosto de 1354 regresa a Roma acompañado del cardenal español Gil Álvarez de Albornoz y un ejército mercenario. Es recibido como libertador y es nombrado senador. Pero su momento de gloria duró poco. Volvió a su conducta despótica y desacertada. La influyente familia Colonna instigó un triunfante levantamiento popular que produjo la detención de Rienzi, su ejecución por decapitación y sus restos fueron lanzados, como otros tantos cadáveres, al Tiber. Su regreso, gloria y muerte, todo ocurrió en el año 1354.
(1)  El tema de los papas en Avignon tiene connotaciones variadas y profundas. Pero los hechos simples nos presentan la confrontación entre el rey Felipe de Francia y el papa Bonifacio VIII (1294-1303) en 1303, siendo encarcelado por el primero, falleciendo en prisión. Luego es designado Benedicto XI (1303-1304), para finalmente ser escogido Bertrand de Grot, arzobispo de Burdeos, como Clemente V (1305-14). Con este Papa francés, se traslada la sede pontificia a Avignon y se inicia lo que algunos llaman su “cautividad babilónica”. La Provenza ofertaba un espacio geográfico bucólico frente a las ciénagas infestadas de malaria, cólera y tifus de Roma. El Ródano era un río amable, suave y perfumado, mientras el Tíbet una cloaca abierta donde se depositaba la basura y era frecuente ver flotar cadáveres de animales, además de personas asesinadas. Pero Avignon no fue el centro de virtud que prometía la benévola naturaleza. Bien lo define este escrito atribuido a Petrarca, quien supuestamente utilizó el anonimato para no terminar con sus carnes en el asador de la Inquisición: la hoguera. Nos dice el escrito que el papado de Avignon es “la vergüenza de la humanidad, un vertedero del vicio, cloaca que recogía todas las inmundicias del universo. Su Dios era vilipendiado, sólo se reverencia al dinero y las leyes divinas y humanas son pisoteadas. Por todos lados se respira la mentira: en el aire, en la tierra, en las casas y, sobre todo, en los dormitorios.”
El 3 de diciembre de 1352, un relámpago se escuchó con gran estruendo en la eterna Roma y un rayo impactó directamente en una de las campanas de San Pedro. El golpe fue certero y las campanas se fundieron. Miles de personas salieron jubilosas a las calles al grito de “Ha muerto. Sí, el papa ha fallecido y está sepultado en el fondo del infierno”.
Al pasar tres días con un redoble de campana se anunciaban en Avignon la muerte del papa Clemente VI ((1342-52). Todo apuntaba que Roma recuperaría al papado.
(2)  Se llamaban Joaquinistas a los seguidores de Joaquín de Fiores, un abad cisterciense quien fallece el año 1202. Místico, señaló que el año 1260 sería el inicio de una era espiritual en la que habría dominado el Evangelio eterno con la desaparición, en la Iglesia, de toda contaminación temporal. Las ideas joaquinitas fueron condenadas en el Concilio Lateranense IV, en 1215.
(3) Se conocían como fraticellis a los discípulos de la orden de los Frailes Menores, fundada por San Francisco. Practicaban la pobreza evangélica, la completa negación de sí mismos, y la humildad, con el fin de guiar mediante sus actos al mundo de regreso a Cristo. Los italianos designaban como Fraticelli a todos los miembros religiosos, particularmente de las órdenes mendicantes, y especialmente los solitarios, ya sea que observaran una regla definida o regularan sus propias vidas. Igualmente, se conocían como fraticellis a sectas heréticas separadas de la Orden de los Franciscanos por disputas concernientes a la pobreza.


Bibliografía
Chadwick, Henry; Evans, G. R. El Cristianismo. Ediciones del Prado. Madrid. España. 1992
Grimberg, Carl. Historia Universal. Tomo XV. Ediciones Diamon. Caracas. Venezuela. 1967.
Páginas Web:
Wikipedia.
ARTEHISTORIA
Enciclopedia Católica