lunes, 9 de junio de 2008

De no haber sido Focio…

De no haber sido Focio…
Isidro Toro P.

Focio


Desde el mismo instante en que Constantino trasladó la capital del Imperio Romano a Bizancio, comenzaron los problemas ya que el Patriarca de dicha ciudad consideraba, que con el cambio, le llegaban nuevos derechos que le permitían ejercer prerrogativas que hasta ese momento no ejercía. Como caídas del cielo. Esto, por supuesto, habría de enredarse con sesudas discusiones teológicas, y de esta manera se entendiera que las disputas no eran por el humano ejercicio del poder, sino por el encuentro con la verdad verdadera de la religión.

Así el Patriarca de la Nueva Roma, o sea, Constantinopla, se consideraba sino papa, al menos el segundo a bordo y sin discusión alguna. El pleito se asomó en el IV Concilio ecuménico de Calcedonia (1), que se celebró el año de 451, tan lejos del Cisma de Occidente – Oriente. Pero no, la semilla se sembró allí y el árbol de la discordia tardaría años en dar frutos, pero el tiempo que todo lo da, al final permitió que los hombres que dirigen la Iglesia se liaran a trompadas legales canónicas y dividieran, por los siglos de los siglos, la institución que se erige en nombre de Cristo.

Así en Calcedonia se aprobó una resolución que se reconoció como el canon 28, en la cual colocaba a Constantinopla casi al mismo nivel que Roma, veamos: “con toda justicia los Padres concedieron privilegios a la cátedra de la Antigua Roma porque era la ciudad imperial, y 150 de los obispos más religiosos (en el segundo concilio ecuménico, 381 d. C.), sobre las mismas consideraciones, concedieron iguales privilegios a la santísima cátedra de la Nueva Roma, estimando en justicia que la ciudad, que se honra con la presencia del emperador y del Senado, y disfruta de iguales privilegios que la antigua Roma imperial, también en las materias eclesiásticas debe ser magnificada como corresponde, y situada inmediatamente después de aquélla.” Si bien es cierto que dicha declaración reconoce los privilegios a la antigua Roma, es clara como el cantar de un gallo mañanero. Y fue así al punto que el papa León el Grande, fue todo un león para rechazar semejante canon, pero como en definitiva decía mucho y no precisaba nada, en Oriente se mantuvo. Allí estaba la semilla, había que darle tiempo para recoger sus frutos.

Luego se sucede el cisma acaciano, el cual no es otro que los de Bizancio dejan de lado el canon 28 ya que caído el Imperio Romano de Occidente (476), Constantinopla se consideró como la auténtica heredera de las glorias del pasado, y el emperador se creyó autorizado para hablar, también, en materia de fe, exigiendo que con él coincidiera al unísono el patriarca. Una señal clara de esta pretensión se capta en el 482, cuando el emperador Zenón, de acuerdo con el patriarca Acacio, promulgó el Edicto de Unión, una fórmula que dejaba de lado Calcedonia y que, por eso, no fue aceptada por Roma.

Lo que no contaban los de Bizancio es que la Iglesia había ya penetrado en el mundo conocido como bárbaro. En efecto. En Occidente, al final del siglo V la situación de los estados romano-germánicos, que a la postre eran arrianos (2), otra antigua disidencia de la Iglesia, se había estabilizado de la siguiente manera: en África los vándalos, en Hispania los suevos y visigodos, en la Galia los francos —el rey Clodoveo se convertía en el 496 al catolicismo—, en Britania los anglos y los sajones, en Italia los hérulos de Odoacro, sustituidos en el 488 por los ostrogodos de Teodorico, famoso por haber embellecido la capital Rávena y por haber acogido en la corte a intelectuales de la aristocracia romana, como Severino Boecio y Casiodoro.

Antes de resolver el conflicto, el papa Félix II (483-492) declaró depuesto al patriarca, explotando el llamado cisma acaciano (484-519), que no duro poco y al que varios papas tuvieron que hacer frente. Uno de los más activos fue Gelasio I, quien dirigió la Iglesia entre el 492 y el 496. Estudioso, enfrentó no sólo el cisma acaciano, sino a los monofisistas, una secta herética que sostenía que Cristo poseía una sola esencia, la divina, y no dos, divina y humana, como sostiene la Iglesia. El monofisismo era fuerte tanto en cuanto era apoyado por el emperador Anastasio I de Bizancio. Se considera que fue Gelasio el autor de la declaración del papa Félix II en que se excomulga y se destituye como patriarca a Acacio, por ser el autor del Henotikon, el edicto doctrinal que soslayaba las definiciones teológicas del Concilio ecuménico de Calcedonia, del cual hablamos al principio. Acacio había actuado bajo la protección del emperador bizantino Zenón, lo que comportaba un enfrentamiento con el poder real, estando situado en un terreno en que los vecinos eran naciones recién convertidas al cristianismo, lo que en nada era una garantía de apoyo.

Este cisma adquirió relieves peligrosos para la corriente romana, cuando tras fallecer el papa Anastasio, el partido pro bizancio en la curia intentó imponer a Lorenzo como papa, con todo el apoyo del Imperio. La historia señala la intervención de Teodorico, rey ostrogodo, quien temeroso de la influencia imperial, apostó por los partidarios de la Iglesia romana.

Con el formulario de Hormisda se da final al cisma acaciano entre Roma y Oriente (484-519). San Hormisda, quien fue papa entre 514 y 523, consiguió en 519 que el patriarca de Bizancio y otros 250 obispos, aceptaran las doctrinas de León I (440-461) y del Concilio ecuménico de Calcedonia. León I fue quien estableció la primacía del obispo de Roma sobre todos los demás y en el Concilio se reconoció la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo en una sola persona. Además se acordó que “la fe católica la ha mantenido íntegra la sede apostólica”.

Pero este reconocimiento del papel del papa en la salvaguarda de la doctrina nunca adquirió el estatuto de canon o de concilio ecuménico. Sólo una generación después, Justiniano proclamaba la “unicidad” de Iglesia e Imperio, y esperaba la sumisión del papado incluso en materias doctrinales.

Miguel III. Emperador de Constantinopla


El cisma de Focio es la última diferencia importante entre Roma y Bizancio antes de la separación definitiva entre las Iglesias de Occidente y Oriente. Acontece que Ignacio, quien era Patriarca de Bizancio elegido por los monjes en el año 847, se caracterizaba por su apego a los preceptos y su conducta piadosa. Sucede que en la fiesta de Epifanía del año 857, negó públicamente la Sagrada Comunión a un tío del emperador Miguel III que vivía infiel con su propia nuera. La consecuencia fue la destitución del patriarca acaecida el 23 de noviembre del 858. Podemos imaginarnos lo difícil de la situación ya que transcurrió un año entre uno y otro hecho. El Emperador designo a un miembro de su Corte imperial como nuevo Patriarca. Un hombre culto, llamado Focio, quien en cinco días cumplió los tramites para alcanzar el patriarcado, siendo consagrado por el obispo Gregorio Asbesta que para el momento se encontraba suspendido y excomulgado tanto por el patriarca Ignacio como por el papa Benedicto III (855-858); de allí que la legitimidad del patriarca Focio era cuestionable.

Focio aspiraba la ratificación papal, por lo que solicitó del papa Nicolás I (858-867) la confirmación. El papa, consciente de la desautorización que había sufrido la Iglesia y en su afán de sostener su autoridad tanto en Occidente como en Oriente, envió unos legados con instrucciones precisas de restituir a Ignacio. Reunidos en Sínodo en la ciudad de Constantinopla el año 861, sorpresa, es ratificado Focio incluso con el apoyo de los enviados papales. Se desató la furia de Nicolás I quien desautorizó a sus enviados y se pronunció formalmente por la destitución de Focio, apoyando la causa de Ignacio. Por todo lo señalado, el papa condenó a Focio en 863.

Aunque al principio era sólo un asunto de disciplina eclesiástica, el caso se transformó en una controversia sobre la naturaleza y extensión de la autoridad papal, y el patriarca Focio, quien era un hombre con la cabeza bien amueblada, acusó a la Iglesia Occidental de errores en la liturgia y condenó el uso que se hacía en Occidente de la cláusula filioque en el Credo, por considerarla un añadido gratuito y herético. Focio se defendió atacando y envió cartas a los principales patriarcas orientales sobre la cuestión del filioque. Además denunció que Roma trataba como inferior al patriarca de Constantinopla. En medio de todo este lío, asciende al trono imperial de Bizancio Basilio I, un sórdido personaje que utilizó toda clase de argumentos para escalar al trono. De origen macedonio, pasó su niñez en Bulgaria, en donde se encontraba su familia cautiva del príncipe búlgaro Krum. Tras escapar entra al servicio de un pariente del “cesar” Bardas, quien era tío de Miguel III. Desde esa posición, conoce una rica dama a la que hace su esposa y adquiere posición social y fortuna. Se hace amigo del Emperador, divorciándose de su protectora y caso con una amante de Miguel III de nombre Eudoxia Ingerina. En esta meteórica carrera ascendente, mata a Bardas y se hace nombrar “cesar” y ya desde este puesto, asesina al emperador Miguel III y se hace coronar Emperador dando inicio a la Dinastía Macedónica en el Imperio Bizantino. En descargo de Basilio I, se esmeró en recuperar la recopilación legislativa de Justiniano I. Las leyes fueron compiladas en las Basílicas, que comprendían sesenta libros, y además se prepararon ciertos manuales jurídicos menores llamados Prochiron y Eisagoge. León VI, su hijo de quien siempre se tejieron duda sobre la verdadera paternidad si correspondía a Basilio I o a Miguel III, completaría esta colección legislativa. Por otra parte, la administración fiscal de Basilio resultó ser bastante prudente. Y en materia religiosa inició un acercamiento a Roma y como demostración radical de su decisión, restituyo a Ignacio en el patriarcado e envió al exilio a Focio. Pero más adelante veremos que en el mundo y especialmente en esa época, las situaciones eran cambiantes y tanto en un momento los personajes se encontraban ejerciendo gran poder y luego se iban a pique, para luego volver a encumbrarse.

El tema del filioque

El primer Concilio ecuménico se celebró en Nicea, hoy Iznik en Turquía, en el año 325. Allí se aprobó una declaración dogmática de los contenidos de la fe cristiana. Para el momento no se había formalizado una manifestación de ese tipo, por lo que las distintas comunidades religiosas mantenían prácticas propias que se diferenciaban unas de otras. Igualmente había avanzado mucho el arrianismo, que consistía en un conjunto de doctrinas desarrolladas por Arrio, obispo de Alejandría, quien consideraba que Jesús de Nazaret era una creación de Dios y por ende, no era parte de Dios ni mucho menos Dios. Fueron varias las disputas cristológicas que ocuparon buena parte de la energía de los cristianos de los primeros siglos y la intención del Concilio ecuménico de Nicea, evento convocado por el emperador Constantino I el Grande, por consejo del obispo san Osio de Córdoba, era poner fin a esta situación sancionando un credo de aceptación universal.
En el Credo niceno no se hacía referencia alguna al origen del Espíritu Santo por lo que, como símbolo de la fe, es aceptado por la Iglesia Católica, las ortodoxas y la mayoría de las iglesias protestantes, representando la última versión del contenido teológico del cristianismo en la que ortodoxos y católicos se mostraron de acuerdo, un consenso que se rompería posteriormente en los distintas reuniones teológicas.

En el concilio de Constantinopla, en el año 381, se declaraba que el Espíritu Santo procedía “del Padre”. En el IV Concilio de Toledo de 587, eclesiásticos españoles, conocedores de san Agustín, añadieron “y del Hijo”, en latín, filioque. Esta anexión fue aceptada por el clero de Germania y parte del reino franco. Se utiliza en Roma aunque el papado no avala explícitamente el término filioque. El tema se coloca de bulto cuando Focio denuncia que el añadido era teológicamente insostenible.

Este tema y la solicitud de que “la Iglesia de Constantinopla sea llamada y considerada universal en su propia esfera como la de Roma lo es en el mundo”, formula ambivalente que inicialmente fue aceptada por Juan XIX (1024 – 1032), pero luego de percatarse de la reacción del clero y particularmente del reformista Guillermo de Benigne, quien denunció la disposición del papa Juan XIX de compartir su autoridad universal e indivisible, el papa Juan revocó su aceptación. Finalmente se puede concluir que el asunto de la división entre Occidente y Oriente era más por temas de poder temporal que por razones teológicas. Recordemos que se luchaba por el dominio sobre las nuevas regiones que se incorporaban al cristianismo, como Bulgaria y Hungría y de su lado, también estaba la defensa frente al avance del Islam que había conquistado la isla de Sicilia, e incluso las invasiones de los vikingos que se habían hecho presentes en las costas del mediterráneo.

Segundo patriarcado de Focio

Habíamos señalado que en esta época era común que cualquier personaje transitara durante su vida momentos de poder y tiempos de adversidades, para luego retomar posiciones privilegiadas. Este es el caso de Focio, quien demostró una capacidad para el manejo de situaciones difíciles que lo llevó nuevamente al primer sitial eclesiástico en Bizancio.

Primero, logró trabar amistad con Ignacio. Tras la muerte de éste en 878, logra convencer a Basilio I que lo elija nuevamente patriarca de Constantinopla. El nuevo papa Juan VIII (872-882) reconoció a Focio tras éste reconocer el dogma católico y la jurisdicción nominal del Papa sobre Bulgaria.

Es importante dejar claro el reconocimiento general de que con Focio el cristianismo se expandió en Europa oriental, especialmente en Bulgaria. Dos de sus discípulos, san Cirilo y san Metodio, tradujeron las Escrituras y la liturgia a la lengua eslava durante la evangelización (863) de Moravia y otros pueblos eslavos. Enriqueció el Derecho canónico con la publicación de una colección sistemática de cánones y leyes imperiales.

Su obra literaria es de largo aliento. Cuatro de los 161 volúmenes de la Patrología griega de Jacque Paul Migne (1800-1875), sacerdote francés que publicó una extensa colección de escritos de los Padres de la Iglesia, corresponden a la obra de Focio. Gracias a su Miriobiblon, se conoce la obra de escritores antiguos como la del historiador y médico griego del siglo V a. C. Ctesias de Cnido; del igualmente historiador Memnón de Herada, quien escribió la historia de una antigua ciudad griega del Asia Menor, en el mar muerto, llamada Heraclea Póntica; de Cono, quien fue papa entre los años de 686 y 687; del gramático griego de Alejandría Ptolomeo Queno; del ya mencionado presbítero de Alejandría Arrio (256-336) y del historiador griego del siglo I a. C. Diodoro de Sicilia. Autor del Léxicon, una obra lexicográfica y otras de contenido teológico como An filoquia; Comentarios bíblicos; Tratado contra los maniqueos; Tratado sobre el Espíritu Santo; Tratados polémicos sobre las pretensiones romanas; canónicas como Nomocanon; Decisiones canónicas; además de otros escritos.

De no haber sido designado Focio en el patriarcado de Constantinopla, la historia hubiese sido diferente.


(1) El IV Concilio ecuménico de Calcedonia (451) fue convocado por el emperador romano de Oriente Marciano y tenía por finalidad refutar las doctrinas aprobadas en el Conciliábulo de Efeso (449). En Calcedonia se condena el eutiquianismo, doctrina del monje bizantino Eutique que sostenía que Jesucristo posee una sola naturaleza, la divina, y carece de naturaleza humana. Era una forma radical de monofisismo. Igualmente condenó el docetismo, una vieja herejía cristiana que afirmaba, entre otras cosas, que Jesucristo tenía solo apariencia física.
En Calcedonia fueron promulgados 27 cánones, referentes a la disciplina y conducta debidas de los miembros de la Iglesia, así como a la jerarquía de ésta. Todos ellos fueron aceptados por la Iglesia occidental. Un vigésimo octavo canon, no reconocido por León I, hubiera otorgado al patriarca de Constantinopla una posición preeminente entre los patriarcas orientales, en una situación jerárquica similar a la del papa romano en Occidente.
En Calcedonia se puso de manifiesto las diferencias que en el siglo XI dividirían definitivamente la Iglesia de Occidente y la de Oriente. Uno fue la fe conciliar en materia de cristología que no fue aceptada por la Iglesia Armenia, la Iglesia copta y la Iglesia jacobita. Lo segundo, el tema de la posición de privilegio a la que aspiraba el patriarcado de Constantinopla, que nunca fue aceptado por Roma y, en definitiva, fue la causa del cisma entre ambas iglesias.


(2) Arrianismo, herejía cristiana del siglo IV d.C. que negaba la total divinidad de Jesucristo en su pleno sentido. Recibió el nombre de arrianismo por su autor, Arrio. Nativo de Libia. Después de ser ordenado sacerdote en Alejandría, se vio inmerso (319) en una controversia con su obispo relativa a la divinidad de Cristo. Fue finalmente deportado (325) a Iliria debido a sus creencias, pero el debate sobre su doctrina pronto involucró a toda la Iglesia y la conmocionó durante más de medio siglo. Aunque su doctrina fue proscrita finalmente en el año 379, en todo el Imperio romano por el emperador Teodosio I, pervivió durante dos siglos más entre las naciones bárbaras que habían sido convertidas al cristianismo por los obispos arrianos.
El conflicto que entrañaban las enseñanzas y predicaciones de Arrio radicaba en el modo en que configuraba las relaciones entre Dios y su Hijo, el Verbo hecho Hombre. Según los arrianistas, el Hijo de Dios, segunda persona de la Trinidad, no gozaba de la misma esencia del Padre, sino que se trataba de una divinidad subordinada o de segundo orden, puesto que había sido engendrado como mortal, afirmación que se fundamentaba en antiguos escritos del cristianismo y en especial en algunos comentarios de Orígenes. Para Arrio y sus seguidores, la esencia de Dios, fuente rectora del cosmos, creadora y no originada, existe por la eternidad; convertía al Verbo en una criatura que gozaba de la condición divina, en efecto, pero en cualquier caso en la medida en que el Verbo participaba de la gracia, y siempre subordinado al Padre y a su voluntad.
Las enseñanzas de Arrio fueron condenadas en el año 325 en el primer Concilio ecuménico de Nicea. El arrianismo tuvo una fuerte implantación entre los visigodos en España. El rey Leovigildo mandó ejecutar a su hijo Hermenegildo por haber abjurado de su fe arriana.
Bibliografía Chadwick, Henry; Evans, G. R. El Cristianismo. Ediciones del Prado. Madrid. 1992 Páginas web: Wikipedia. ARTEHISTORIA Enciclopedia Católica