El "Buen Estado" de Cola di Rienzi
Isidro Toro Pampols
Junio, 2008
La Historia no deja de sorprendernos al darnos muestras, contundentes, de que el ser humano no tiene límites a la hora de optar por el poder. Un ejemplo fehaciente es la aventura sorprendente que tuvo por escenario la Roma de 1347, protagonizado por un personaje de origen humilde y jurista de formación, quien por arma contaba con sus habilidades y por aliados las circunstancias de una sociedad que transitaba velozmente hacia una nueva época, la que en sus desajustes daba pie a sucesos, como los protagonizados por Cola di Rienzo, que pudieran ser registrados y estudiados por la posteridad.
Son los tiempos del pontificado de Clemente VI (1342-52), Papa que
despachaba desde Avignon, Francia (1), mientras en Roma se vivía una situación
rayana en la anarquía. Este joven de origen humilde, nacido en 1313, animó una
interesante sublevación que llama la atención por sustentarse en una
remembranza de la Roma imperial, grande y poderosa, ofertando sacar a la ciudad
eterna del estado de postración en que se encontraba. Bajo aquella lamentable
situación, habiendo perdido inclusive la condición de ciudad sede pontificia y
dejando de lado, largamente, su condición rutilante de centro del mundo
conocido; por las constantes querellas entre las familias nobiliarias, el
papado y bajo la amenaza de caer en manos extranjeras, Cola di Rienzo, con un
discurso mesiánico, habiendo mantenido contacto con ordenes místicas como los
joaquinistas (2) y los “fraticelli” (3), partidario del igualitarismo de
Joachim de Fiore, adversario de la nobleza, buen conocedor de la historia de
Roma y poseedor de un verbo y encanto personal; lidera una multitud apoyada
principalmente por el “popolo” y la llamada “gentilezza”, los
comerciantes y la pequeña aristocracia, que lo hacen del Gobierno Municipal de
la ciudad, en 1347.
El 20 de junio del citado año Cola di Rienzi fue designado en el Capitolio,
recibiendo posteriormente el título de tribuno, que le fue renovado unos meses
más tarde con carácter vitalicio. El cronista G. Villani registra que "por
aclamación fue elegido tribuno del pueblo e investido de la señoría en el
Campidoglio".
Este hombre contó con la amistad de ese gigante del humanismo, como lo fue Petrarca, quien se transformó en uno de
sus entusiastas admiradores. Rienzi en su juventud era invitado por las
familias distinguidas de la ciudad con el fin de que hiciera gala de sus dotes
de orador y de esta manera entretuviera a los asistentes con sus elocuentes
palabras. Este personaje, que en sus parlamentos combinaba materias que exigían
altísima atención por lo profundo del tema con expresiones humorísticas,
desmontando de manera genial cualquier prevención que pudiera generarse. Este
Cola di Rienzi, una tarde de Pentecostés, se dirigió con un ejército de
conjurados al Capitolio y al son de trompetas, al más puro estilo de la Roma
imperial, convocó una asamblea popular, la cual, tras haber escuchado el verbo
encendido del agitador, conquistó para Roma un nuevo gobierno donde fue electo
“Tribuno del Pueblo”, obligando a los que detentaban el gobierno
abandonar la ciudad y a él, investirlo de poderes dictatoriales. Había ganado
el pueblo, todo el poder para el pueblo, solamente podrían regresar aquellos
expulsados bajo juramento que nada intentarían contra el régimen instaurado por
el gobierno del pueblo.
Cola di Rienzo que conoce bien la fortaleza de la institución del Papado,
además que Roma jamás alcanzaría el esplendor del pasado con la ausencia del
Papa, se aparece en Avignón, formando parte de una embajada que viene a ofrecer
a Clemente VI los cargos del Gobierno Municipal y a solicitar el jubileo para
la ciudad en el próximo 1350, es decir, a cincuenta años de distancia del
anterior; dejando embelesada a la corte cardenalicia con su encendida alabanza
de la Roma clásica y la imputación de responsabilidad por la actual situación a
la nobleza romana, -quienes se habían declarados enemigos del Papa, lo que significó
oídos dulces por parte de la primera autoridad de la Iglesia, aunque la
veteranía aconsejaba mantener cuidado ante la presencia de un firme candidato a
ser calificado de demagogo.
Sus relaciones con la Iglesia eran buenas. Ejercía el cargo de notario de
la Cámara Apostólica, así que fue bien recibido en la corte de Avignon. Decreta
a Roma como “capital universal y sede suprema de la fe cristiana” e
igualmente que todos los ciudadanos italianos son ciudadanos romanos.
Recordemos que para la época la península estaba dividida en varios estados.
Que entre ellos existían fuertes rivalidades e inclusive la presencia
extranjera en la política italiana conformaba un ajedrez difícil de jugar por
la cantidad de variables que se presentaban al mismo tiempo sobre el tablero.
Pero, Rienzi avanzaba en su idea de devolver el esplendor imperial a Roma y,
por consiguiente, él actuaba como un emperador. Así, organizó grandes cortejos,
su numerosa escolta lo acompañaba con las espadas desenvainadas y algunos
asistentes lanzaban dinero a la muchedumbre. Un populista en el umbral del
Reancimiento.
La juramentación como tribuno del pueblo el día 15 de agosto en la iglesia
de Santa María la Mayor de Roma, lució como una coronación imperial. Se le
colocó una corona de oro, un cetro en la diestra y una esfera terrestre de
plata en la izquierda. El historiador Dupré-Theseider calificó al citado acto
de "caricatura fantástica de la coronación imperial".
Tras la coronación comenzaron los desmanes. En un banquete con los
principales representantes de la nobleza romana que quedaban, uno de ellos
llegó a desaprobar algún planteamiento de Rienzi; por tal osadía, fueron todos
a parar a los calabozos, acusados de alta traición. Luego, los hizo “absolver”
en una asamblea del pueblo. En más de una oportunidad los hacía presos y les
daba la libertad a cambio del pago de multas o rescates.
Su resentimiento contra la nobleza romana no le permitía dar una tregua a
sus acciones. De idéntica manera, las dos grandes familias que se disputaban el
poder, los Orsinis y los Colonna, tampoco le dieron tregua. Afirma el cronista
Villani que “algunos de los Orsini y los Colonna, así como otros de Roma,
huyeron fuera de la ciudad a sus tierras y a sus castillos para escapar al
furor del tribuno y del pueblo".
Rienzi complementa su devoción por el poder con medidas enérgicas contra
viejos vicios y corruptelas que se acunaban en la sociedad romana. Como
explican los historiadores M. Mollat y Ph. Wolff, "una mezcla de
sinceridad e intriga, de violencia y seducción, de idealismo y pragmatismo, de
rusticidad y cultura".
El Papado consintió las acciones emprendidas contra la nobleza romana,
total “el enemigo de mi enemigo…”, pero su idea de crear un Estado
italiano conlleva, entre otras acciones, apoyar la expulsión de la reina Juana
de Nápoles, a cuyo efecto mantenía contactos con Luís de Hungría. Cosa que
preocupo a la Iglesia. El Reino de Sicilia confrontaba una compleja situación
bajo la reina Juana I, especialmente por el empeño de la Monarquía húngara, a
través de Andrés, rey consorte, de ejercer una acción efectiva en el Reino.
Esto acarreaba problemas a la diplomacia pontificia que se manejaba con gran
habilidad entre las fuerzas imperantes en Italia y las potencias extranjeras
que acechaban en el horizonte. El asesinato de Andrés, en septiembre de 1345,
complicó la política napolitana. Finalmente, los húngaros intervinieron
militarmente, expulsando a Juana de Nápoles quien se traslado a Avignon. A la
desplazada reina se le achacaba la muerte de su esposo, lo que trajo un juicio
que la declaró libre. Esto permitía a la Santa Sede actuar con el objeto de
reducir la influencia húngara en el sur de Italia. Todo el panorama se complica
con la presencia de la Casa de Aragón en Sicilia desde 1282, a raíz de la
víspera siciliana – el acontecimiento histórico de la matanza de franceses en
Sicilia que dio por finalizado la dominación de Carlos de Anjou en la isla,
siendo sustituido por la Corona de Aragón—. Todo este enredo, culminó,
momentáneamente, con el retorno de la reina Juana a Nápoles.
Esta actuación puso en alerta máxima al Papado, para quien el dictador
visionario comenzaba a ser más problemático que beneficioso.
El Papa utilizó su mejor arma contra Rienzi: la excomunión. La excomunión
autorizaba a cualquier habitante a atentar contra el dignatario. Este hecho,
aunado a los constantes desmanes que tenían harta a la población de Roma, lo
llevaron a perder el poder en diciembre de 1347.
Esta situación no amilanó a nuestro personaje, quien se refugió en la zona
de Abruzzos. Entre los grupos de “fratricelli”, estudio las profecías de
Joaquín de Fiore, compenetrándose con sus ideas e internalizando que su destino
estaba signado por una misión divina la cual no era otra que resucitar el
Imperio y renovar la Iglesia.
En la búsqueda de su destino, marcha a Praga en junio de 1350, con el fin
de entrevistarse con Carlos IV. Este ordena detenerlo y lo envía a Avignon,
donde se le apertura un proceso. Mientras se desarrolla el juicio, fallece
Clemente VI y se produce una nueva rebelión en Roma contra las familias nobles,
por lo que el sucesor de Clemente VI, Inocencio VI, consideró conveniente
utilizar a Cola di Rienzi en la escena política romana.
En agosto de 1354 regresa a Roma acompañado del cardenal español Gil
Álvarez de Albornoz y un ejército mercenario. Es recibido como libertador y es
nombrado senador. Pero su momento de gloria duró poco. Volvió a su conducta
despótica y desacertada. La influyente familia Colonna instigó un triunfante
levantamiento popular que produjo la detención de Rienzi, su ejecución por
decapitación y sus restos fueron lanzados, como otros tantos cadáveres, al
Tiber. Su regreso, gloria y muerte, todo ocurrió en el año 1354.
(1) El tema de
los papas en Avignon tiene connotaciones variadas y profundas. Pero los hechos
simples nos presentan la confrontación entre el rey Felipe de Francia y el papa
Bonifacio VIII (1294-1303) en 1303, siendo encarcelado por el primero,
falleciendo en prisión. Luego es designado Benedicto XI (1303-1304), para
finalmente ser escogido Bertrand de Grot, arzobispo de Burdeos, como Clemente V
(1305-14). Con este Papa francés, se traslada la sede pontificia a Avignon y se
inicia lo que algunos llaman su “cautividad babilónica”. La Provenza ofertaba
un espacio geográfico bucólico frente a las ciénagas infestadas de malaria,
cólera y tifus de Roma. El Ródano era un río amable, suave y perfumado,
mientras el Tíbet una cloaca abierta donde se depositaba la basura y era
frecuente ver flotar cadáveres de animales, además de personas asesinadas. Pero
Avignon no fue el centro de virtud que prometía la benévola naturaleza. Bien lo
define este escrito atribuido a Petrarca, quien supuestamente utilizó el
anonimato para no terminar con sus carnes en el asador de la Inquisición: la
hoguera. Nos dice el escrito que el papado de Avignon es “la vergüenza de la
humanidad, un vertedero del vicio, cloaca que recogía todas las inmundicias del
universo. Su Dios era vilipendiado, sólo se reverencia al dinero y las leyes
divinas y humanas son pisoteadas. Por todos lados se respira la mentira: en el
aire, en la tierra, en las casas y, sobre todo, en los dormitorios.”
El 3 de diciembre de 1352, un relámpago se escuchó con gran estruendo en la eterna Roma y un rayo impactó directamente en una de las campanas de San Pedro. El golpe fue certero y las campanas se fundieron. Miles de personas salieron jubilosas a las calles al grito de “Ha muerto. Sí, el papa ha fallecido y está sepultado en el fondo del infierno”.
El 3 de diciembre de 1352, un relámpago se escuchó con gran estruendo en la eterna Roma y un rayo impactó directamente en una de las campanas de San Pedro. El golpe fue certero y las campanas se fundieron. Miles de personas salieron jubilosas a las calles al grito de “Ha muerto. Sí, el papa ha fallecido y está sepultado en el fondo del infierno”.
Al pasar tres días con un redoble de campana se
anunciaban en Avignon la muerte del papa Clemente VI ((1342-52). Todo apuntaba
que Roma recuperaría al papado.
(2) Se llamaban Joaquinistas
a los seguidores de Joaquín de Fiores, un abad cisterciense quien fallece el
año 1202. Místico, señaló que el año 1260 sería el inicio de una era espiritual
en la que habría dominado el Evangelio eterno con la desaparición, en la
Iglesia, de toda contaminación temporal. Las ideas joaquinitas fueron
condenadas en el Concilio Lateranense IV, en 1215.
(3) Se conocían como fraticellis a los
discípulos de la orden de los Frailes Menores, fundada por San Francisco.
Practicaban la pobreza evangélica, la completa negación de sí mismos, y la
humildad, con el fin de guiar mediante sus actos al mundo de regreso a Cristo.
Los italianos designaban como Fraticelli a todos los miembros religiosos,
particularmente de las órdenes mendicantes, y especialmente los solitarios, ya
sea que observaran una regla definida o regularan sus propias vidas.
Igualmente, se conocían como fraticellis a sectas heréticas separadas de la
Orden de los Franciscanos por disputas concernientes a la pobreza.
Bibliografía
Chadwick, Henry; Evans, G. R. El Cristianismo. Ediciones del Prado. Madrid. España. 1992
Grimberg, Carl. Historia Universal. Tomo XV. Ediciones Diamon. Caracas. Venezuela. 1967.
Páginas Web:
Wikipedia.
ARTEHISTORIA
Enciclopedia Católica
Bibliografía
Chadwick, Henry; Evans, G. R. El Cristianismo. Ediciones del Prado. Madrid. España. 1992
Grimberg, Carl. Historia Universal. Tomo XV. Ediciones Diamon. Caracas. Venezuela. 1967.
Páginas Web:
Wikipedia.
ARTEHISTORIA
Enciclopedia Católica